lunes, 1 de agosto de 2016

Alice Miller

Así, por ejemplo, Robert, de treinta y un años, no podía, cuando niño, estar triste ni llorar sin sentir que iba sumiendo a su querida madre en una atmósfera de infelicidad y de profunda inseguridad, pues la «alegría serena» era la cualidad que a ella le había salvado la vida en su niñez. Las lágrimas de sus hijos amenazaban con romper su equilibrio. Sin embargo, ese hijo sensibilísimo sentía en sí mismo todo el abismo oculto tras las defensas de aquella madre, que de niña había estado en un campo de concentración y jamás le había mencionado este hecho. Sólo cuando el hijo se hizo mayor y pudo hacerle preguntas, ella le contó que había estado entre un grupo de ochenta niños que tuvieron que ver cómo sus padres eran conducidos a la cámara de gas. ¡Y ninguno de aquellos niños había llorado! Durante toda su infancia, el hijo había intentado ser alegre y sólo podía vivir su verdadero Yo, sus sentimientos y premoniciones, a través de perversiones compulsivas que, hasta el momento de la terapia, le habían parecido extrañas, vergonzosas e incomprensibles.
Estamos totalmente indefensos frente a este tipo de manipulación durante la infancia. Lo trágico es que también los padres se hallarán a merced de este hecho mientras se nieguen a contemplar su propia historia. Sin embargo, en la relación con los propios hijos se perpetúa inconscientemente la tragedia de la infancia paterna cuando la represión sigue sin resolverse. Alice Miller




Facebook: Sebastián Segui (Psicología)


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