La experiencia del amor verdadero tiene que ver también con los límites del yo, puesto que supone una extensión de los mismos. Los límites de una persona son los límites de su yo. Cuando ampliamos nuestros propios límites por obra del amor, lo hacemos extendiéndolos, por así decirlo, hacia el objeto amado, cuyo desarrollo deseamos promover. Para poder hacerlo, el objeto en cuestión debe, primero, ser amado por nosotros; en otras palabras, un objeto exterior a nosotros, que está más allá de los límites de nuestro yo debe atraernos y despertar en nosotros el deseo de entregarnos a él y comprometernos con él.
De esta manera, cuanto más nos extendemos, más amamos y menos nítida se hace la distinción entre uno mismo y el mundo, de forma que llegamos a identificarnos con éste. A medida que se atenúan y se debilitan los límites de nuestro yo, experimentamos, cada vez más intensamente, el mismo éxtasis que hemos sentido al desmoronarse parcialmente los límites de nuestro yo y nos «hemos enamorado». Sólo que, en lugar de habernos fundido transitoria e ilusoriamente con un objeto amado, nos fundimos de manera más permanente y real con gran parte del mundo, de manera que puede establecerse una «unión mística» con todo el mundo. La sensación de éxtasis o bienestar que acompaña a esta unión, aunque quizás más suave y menos espectacular que la que acompaña al enamoramiento, es mucho más estable, duradera y satisfactoria. Ésta es la diferencia que hay entre la experiencia cumbre, tipificada por el enamoramiento, y lo que Abraham Maslow define como la «experiencia de la meseta». En este caso, las alturas no brillan repentinamente para luego perderse; se las alcanza para siempre. M. Scott Peck
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