A los ojos de mi madre, mis exigencias más naturales eran molestas y exigencias. ¿Cómo iba a poder yo, enviada al ancho mundo con semejante carga sobre los hombros, saber lo que realmente necesitaba? ¿Cómo iba a aprender a satisfacer esas necesidades? Lo que aprendí es que eran peligrosas, porque el deseo de satisfacción conducía necesariamente a la catástrofe. Esa catástrofe, el gran peligro, era la cólera de mi madre y el desvelamiento de su falta de amor. Así que yo intentaba con todas mis fuerzas reprimir mis necesidades de afecto, calor y comprensión, para no tener que ver la verdadera actitud de mi madre hacia mí, para mantener la ilusión de que me quería. Mi esperanza era llegar a no necesitar nada y sacrificar mi vida a los demás para obtener finalmente su amor. Pero el amor no se gana negándose a uno mismo ni haciendo grandes cosas. Los padres se lo brindan al recién nacido o no se lo brindan. Y yo me vi por fin forzada a reconocer que de pequeña no me habían hecho ese regalo.Hasta que no desistí de intentar comprender la infancia de mis padres (que, de todos modos, ellos mismos tampoco querían conocer), no pude sentir toda la intensidad de mi sufrimiento y de mi miedo. Sólo entonces descubrí lentamente la historia de mi infancia y comencé a comprender mi destino. Y únicamente entonces desaparecieron los síntomas físicos que, durante tanto tiempo, habían intentado en vano contarme mi verdad mientras yo escuchaba a mis pacientes y, a través de sus historias, empezaba a vislumbrar lo que le sucedía a los niños maltratados. He comprendido que me engañé durante mucho tiempo. Como muchos terapeutas, no sabía quién era yo en realidad, porque había estado huyendo de mí misma y creía que así podía ayudar a otras personas. Hoy estoy convencida de que debo comprenderme a mí misma antes de intentar comprender a los demás. Alice Miller
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